“Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá, con asombro, que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema”. Alejo Carpentier.

lunes, 9 de mayo de 2011

PRIMER FINALISTA (F). Seudónimo: LITIA. Autor: JULIA LÓPEZ SILVA

CUANDO EL HUEVO SE ESTRELLÓ CONTRA EL SUELO MANCHANDO LAS BALDOSAS DE LA COCINA

El alfil derrocó a la reina.
Un escalofrío pareció recorrerle el cuerpo cuando sus pies descalzos tocaron los fríos azulejos blancos y negros. Se acercó con pasos rápidos al fregadero para llenar su vaso de agua y volvió a la moqueta. Un ruido constante venía del exterior. Caminó hasta la ventana y observó llorar al cielo. Se removió el flequillo castaño con aire ausente y se sentó en el suelo. Las gotas golpeaban el cristal de la ventana con furia, como si intentaran traspasarlo. Las nubes cubrían el cielo más allá del horizonte creando un espacio atemporal; podría ser cualquier hora del día. Permaneció unos minutos allí sentado, observando. Cuando se levantó, la lluvia parecía haber llegado a sus mejillas. El agua corría por ellas casi con la misma intensidad, aunque en gotas completamente silenciosas.

Se acercó al reloj, pero hacía muchas horas que marcaba las tres. Los pantalones de pijama a cuadros blancos y rojos contrastaban con el chalequito negro y la camisa blanca. Parecía que la llamada que había recibido tiempo atrás le había disuadido de terminar de vestirse. Dirigió otra mirada al teléfono que seguía mudo y entró en el salón.

Cogió el mando de la televisión y después de encenderla se acomodó en el orejero. La miró sin atención, hasta que apareció un anuncio de patatas fritas. La sinfonía pegadiza pareció sacarle de su ensoñación, porque recobró la movilidad y fue a la nevera. La abrió y sacó dos huevos. Empezó a abrir los armarios en busca de algo y me preparé porque esa era mi oportunidad.

Desde el principio había algo que no me cuadraba, su forma de moverse no resultaba natural, esos no eran los gestos que yo conocía. Cuando me disponía a abandonar mi escondite entre los suaves abrigos, pareció finalizar su búsqueda. Colocó dos cuencos en la encimera y sacó de la nevera una lechuga. Mientras lo hacía no quise moverme para que no notara mi presencia. Esperé.

Cuando me encontraba lo suficientemente cerca dispuesta a acabar con mi cometido, alargó la mano para coger un huevo y cascarlo. En ese momento me di cuenta de lo que me había extrañado: estaba usando la mano derecha. No pude evitar soltar un grito. Él se volvió sorprendido, soltando el huevo que se estrelló contra el suelo manchando las baldosas de la cocina. Me había equivocado, no era él al que debía matar. El no reconocer los ojos negros que miraban con las pupilas dilatadas a mi cuchillo me lo confirmó. Mis manos empezaron a temblar y dejé caer mi arma.
Jaque.

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